Informe «Definir un modelo alimentario sostenible basado en los principios de la dieta mediterránea»
Como sociedad nos enfrentamos a un reto importante a la hora de hacer frente a los desafíos que el cambio climático plantea al sector de la alimentación. Uno de los más importantes es la pérdida de biodiversidad, estrechamente relacionada con la alimentación y la seguridad alimentaria, ya que, como bien indicó José Graziano da Silva, Director General de la FAO “La biodiversidad es fundamental para salvaguardar la seguridad alimentaria mundial, sostener dietas saludables y nutritivas, mejorar los medios de subsistencia rurales y reforzar la resiliencia de las personas y comunidades”. Esta declaración se sustenta sobre el informe de la FAO “Biodiversidad para la alimentación y la agricultura” (2019) que define la biodiversidad como “todas las especies que sustentan nuestros sistemas alimentarios y a las personas que producen nuestros alimentos”.
Al hilo de esta afirmación encontramos la necesidad de vincular la protección de la biodiversidad con la conducta de los consumidores, objetivo de esta investigación.
Según la FAO, “Es necesario mejorar la colaboración entre los responsables de la formulación de políticas, las organizaciones de productores, los consumidores, el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil en los sectores de la alimentación, la agricultura y el medio ambiente”. Además se pone el foco en “el papel que puede desempeñar el público en general en la reducción de las presiones sobre la biodiversidad para la alimentación y la agricultura”.
Para que el ciudadano pueda llegar a desempeñar ese papel clave es necesario contar con información sobre la alimentación sostenible y comprender lo que significa y conlleva.
Así el objetivo del informe «Definir un modelo alimentario sostenible basado en los principios de la dieta mediterránea» es definir de manera operativa y práctica un modelo alimentario sostenible, basado en la dieta mediterránea, que cumpla cinco requisitos: accesible, de baja huella, saludable, realizable y atractivo.
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Sentando las bases
Actualmente nos enfrentamos a cambios dramáticos que se están produciendo a un ritmo sin precedentes impulsados por la actividad humana. Los ecosistemas están siendo alterados, los suelos degradados, la biodiversidad se está reduciendo, la contaminación no disminuye, todo debido al aumento de la urbanización, la agricultura intensiva, el transporte, la generación de residuos, la extracción de recursos, etc.
Una de las actividades que genera muchos de estos impactos es la producción y consumo de alimentos.
Cada día grandes cantidades de alimentos son producidos, procesados y transportados por la industria alimentaria y consumidos por todos nosotros. Estas actividades tienen un impacto directo, no solo en nuestra salud, también en el medioambiente a través de la emisión de gases de efecto invernadero, consumo de agua, pérdida de biodiversidad, contaminación por fertilizantes y restos orgánicos, pérdida de suelos, deforestación, etc. La medición de estos impactos los podemos agrupar en huella de carbono, huella hídrica y huella ecológica.
Huella de carbono
Desde que un alimento se produce hasta que llega a manos del consumidor, se producen emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente dióxido de carbono, aunque en el caso de la ganadería una parte importante de las emisiones generadas son de metano. Solo en la Unión Europea las emisiones de efecto invernadero asociadas al sector agrícola suponen un 10% del total anual (European Commission 2017).
Dependiendo de los métodos de producción y la distancia que deban recorrer estos alimentos hasta llegar a su destino, así como el empaquetado utilizado, la huella de carbono de un alimento será mayor o menor.
Huella hídrica
El sector agrícola tiene una gran dependencia de agua dulce de calidad, tanto es así que en 2015 fue el responsable en Europa del 25% del total de extracción de agua. Con el aumento de las temperaturas y la disminución de las precipitaciones en muchas partes del mundo la presión sobre las aguas superficiales, así como en los acuíferos está aumentando, a lo que habría que añadir la implantación de regadío en zonas donde antes no era necesario y la intensificación del mismo en las que ya está presente para poder mantener la producción actual.
Huella ecológica
El uso intensivo de fitosanitarios (fertilizantes y pesticidas) y la generación de purines en grandes cantidades en la ganadería intensiva, producen contaminación de suelos y agua que produce daños en la flora y fauna silvestre. Otros impactos como el uso de maquinaria pesada, la deforestación o la conversión de pastos a tierras arables afectan al suelo aumentando la erosión y por tanto la pérdida de suelo, aumentando la huella ecológica de un alimento.
Al final todos estos impactos llevan a la pérdida de biodiversidad. Dependiendo de cómo sean los métodos de producción de un alimento su huella ambiental será mayor o menor ya que tanto la agricultura como la ganadería y la pesca, bien gestionada, tienen efectos beneficiosos sobre el entorno.
Aunque muchos de estos impactos pueden llegar a ser inevitables o difíciles de evitar, como el alto consumo de agua en la agricultura, e incluso suponer un gasto elevado para el productor, hay ciertos aspectos del sistema alimentario actual sobre los que se pueden hacer cambios que, aunque pueden parecer sencillos, pueden marcar una gran diferencia: cambios en los hábitos alimentarios y en la reducción del desperdicio alimentario.
La relación entre cambios en la dieta y el cambio climático está sobradamente demostrada. Por ejemplo Tilman y Clark (2014) estimaron que aumentar el consumo de alimentos procesados y carnes rojas podía llegar a aumentar las emisiones de gases de efecto invernadero un 80% a nivel global, y para el caso contrario, un aumento del consumo de alimentos vegetales podría llevar a una reducción del 50% de las emisiones de CO2 equivalentes referidas a la producción alimentaria (Hallstrom et al., 2015), además de reducir las causas de mortalidad relacionadas con la dieta (Springmann et al., 2016).
Hábitos alimentarios: punto de partida
Después de la Segunda Guerra Mundial había un objetivo común: incrementar rápidamente la producción de alimentos. Esto hizo que durante los años siguientes la producción de alimentos de manera industrial e intensiva se extendiera cada vez más, convirtiéndose en la norma y cambiando los patrones dietéticos y de distribución. En un principio el aumento del rendimiento de los sistemas agrarios permitió que disminuyera la pobreza, la salud de las personas mejorara y la esperanza de vida aumentara.
Aun así, en los últimos años se ha visto que esta tendencia hacia lo industrial junto con una mayor población, principalmente urbana, un aumento en los ingresos y la dificultad para acceder a alimentos nutritivos de calidad, han hecho posible una transición a dietas poco saludables con alto contenido calórico, abundancia de proteína animal y alimentos ultraprocesados. Este tipo de dietas no solo aumentan la incidencia de enfermedades no transmisibles relacionadas con la dieta, como la obesidad o la diabetes tipo 2, sino que también contribuyen a la degradación ambiental.
Si estas tendencias alimentarias, combinadas con el crecimiento demográfico proyectado (9 mil millones de personas para 2050) se mantienen, aumentarán los riesgos para la salud de las personas y del planeta: empeoramiento de la incidencia de enfermedades asociadas a la dieta, mayores emisiones de gases de efecto invernadero debido a la producción de alimentos, mayor contaminación por nitrógeno y fósforo, pérdida de biodiversidad y empeoramiento de la calidad del agua y el suelo.
Si queremos cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, el Acuerdo de París y demás objetivos marcados a nivel internacional para disminuir y adaptarse a los efectos del cambio climático, es fundamental llevar a cabo una transformación a dietas saludables y sostenibles.
La dieta o menú sostenible
La cadena de producción y distribución de alimentos es diversa y extensa. Desde líneas de suministro cortas a grandes, de alta tecnología a baja… Aún así los problemas en la industria alimentaria son más o menos los mismos para todos: pérdida y desperdicio de alimentos, envasado excesivo y alto consumo de energía, suelo y agua.
La transformación hacia hábitos alimentarios más sostenibles no se logrará sin que las personas reconozcan estos problemas y cambien la forma en que ven y consumen los alimentos. De ahí la importancia de definir qué es la dieta sostenible.
Según la FAO las dietas sostenibles son «dietas con bajo impacto ambiental que contribuyen a la seguridad alimentaria y nutricional y a la vida sana de las generaciones presentes y futuras. Las dietas sostenibles contribuyen a la protección y respeto de la biodiversidad y los ecosistemas, son culturalmente aceptables, económicamente justas, accesibles, asequibles, nutricionalmente adecuadas, inocuas y saludables, y permiten la optimización de los recursos naturales y humanos».
Dentro de esta definición se enmarca perfectamente la dieta mediterránea. Son muchas las instituciones que la señalan como una dieta «amiga del ambiente», resiliente a las alteraciones climáticas, y un buen ejemplo de dieta sostenible.
La dieta mediterránea: modelo de dieta sostenible
En griego la palabra dieta «diaita» significa equilibrio o forma de vida, esto es importante a la hora de entender la dieta mediterránea, no como una manera de perder peso o ganar musculatura, sino como un equilibrio entre nutrición, biodiversidad y cultura.
La dieta mediterránea comenzó a considerarse como modelo de dieta saludable a partir de los años sesenta del pasado siglo, tras la publicación de «Estudio de los siete países» de Ancel Keys, y empezó a nombrarse como ejemplo de dieta sostenible en la década de los 90 al considerarse como una dieta centrada principalmente en alimentos de origen vegetal, con baja demanda de recursos y una menor huella ambiental. En 2010 fue incluida en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad de la Unesco con la siguiente descripción: «La dieta mediterránea constituye un conjunto de habilidades, conocimientos, prácticas y tradiciones que abarcan del paisaje a la mesa, incluyendo el cultivo, la cosecha, la pesca, la conservación, el procesamiento, la preparación y, en particular, el consumo de alimentos».
Esta dieta ha permanecido constante durante un largo periodo de tiempo, siendo capaz de conservar muchas de las tradiciones y características que la hacen tan especial, como:
- Frugalidad y cocina simple que tiene en su base la variedad y riqueza ingredientes.
- Elevado consumo de productos vegetales en detrimento del consumo de productos alimentarios de origen animal, principalmente productos hortícolas, frutas, cereales poco refinados, legumbres secas y frescas y frutos secos.
- Consumo de productos vegetales locales o de proximidad, frescos o naturales y de temporada.
- Consumo de aceite de oliva como principal fuente de grasa.
- Consumo moderado de lácteos.
- Utilización de hierbas aromáticas para condimentar.
- Consumo más frecuente de pescado y menos frecuente de carnes rojas y de grasas animales.
- Consumo moderado de vino y solo en las comidas principales.
- Agua como principal bebida a lo largo del día, así como infusiones.
- Interacción social en torno a la comida, las vivencias compartidas alrededor de la mesa son una parte indispensable de la dieta mediterránea.
Para comprender por qué se considera a este modelo alimentario como un ejemplo de dieta sostenible hay que tener en cuenta unos aspectos fundamentales: su respeto por el territorio, la biodiversidad y los saberes tradicionales y la producción de alimentos locales.Y es aquí donde surgen los problemas… pero también las soluciones.

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Figura: La doble pirámide (Barilla Center for Food and Nutrition, 2013) donde se muestra como una dieta saludable coincide con una dieta sostenible. Alsaffar, A. (2015).
La dieta mediterránea en peligro
En la región mediterránea existen aproximadamente 30.000 especies de plantas y más de 13.000 especies endémicas. Aproximadamente un tercio de los alimentos que utiliza la humanidad proviene de la región climática mediterránea, como la cebada, el trigo, la avena, las aceitunas, las uvas, las almendras, los higos, los dátiles, los guisantes y otras innumerables frutas, verduras y hierbas medicinales o aromáticas se derivan de plantas silvestres que se encuentran en la región mediterránea. En esta área del planeta, durante siglos se ha creado una dieta única en su tremenda diversidad en la que, incluso dentro del mismo país, se pueden observar diferencias dietéticas significativas (Aboussaleh et al. 2017).
Además la falta de agua en muchas de las zonas mediterráneas ha llevado a que podamos encontrar modelos y sistemas de cultivo tradicionales, así como variedades, con un uso muy eficiente del agua que pueden ser la clave para adaptarnos a los efectos del cambio climático.
Otra parte fundamental son los mercados locales de alimentos, como los mercados de productores, los tradicionales mercados municipales o los mercadillos de barrios y pueblos. Estos desempeñan un papel fundamental como espacios culturales y lugares de transmisión de los principios de la dieta mediterránea.
Pero la sostenibilidad de los sistemas alimentarios mediterráneos, así como sus tradiciones, se encuentran bajo una amenaza creciente. Esto se recalcó primero en la Estrategia Mediterránea de Desarrollo Sostenible de 2005, que puso en relieve el declive de los patrones de dieta saludable del Mediterráneo: «los modelos agrícolas y rurales mediterráneos, que están en los orígenes de la identidad mediterránea, están bajo una creciente amenaza por el predominio de los patrones de consumo importados. Esta tendencia se puede ver en concreto en el declive del modelo dietético mediterráneo a pesar de los reconocidos efectos positivos en la salud», y más adelante en la Estrategia Mediterránea de Desarrollo Sostenible para el periodo 2016-2025 donde se remarcó que aunque «los productos agrícolas mediterráneos, así como la dieta mediterránea, gozan de una reputación universal, dependen totalmente de la sostenibilidad de los espacios rurales y sus recursos». Estos espacios naturales se ven afectados por la estandarización de cultivos y la reducción de la biodiversidad agrícola, dos hechos que hacen temblar uno de los pilares de la dieta mediterránea: la diversidad y gran variedad de alimentos.
Tradicionalmente los ciudadanos de los países mediterráneos han seguido los parámetros de la dieta mediterránea, pero, como ya hemos dicho antes, en las últimas décadas se ha observado una reducción en la adherencia a esta dieta y los hábitos alimentarios se están acercando a la llamada «dieta occidental», al haberse aumentado el consumo de carnes rojas, azúcares y procesados, mientras que a la par se ha reducido el consumo de frutas, verduras, cereales y legumbres. Este alejamiento se da sobre todo en el sector más joven de la sociedad (Capone et al. 2014).
Esto no solo tiene efectos sobre la salud de la población, sino que los efectos sobre el medioambiente de la zona mediterránea no son pocos. El actual modelo de consumo y producción de alimentos en el Mediterráneo no es sostenible debido a la pérdida de biodiversidad, la degradación de recursos y espacios naturales, la mayor necesidad de importaciones y un mayor consumo de energía y agua. Un ejemplo de esto lo encontramos en el Mar Menor, donde la entrada de nitratos de origen agrícola ha llevado a este ecosistema único al borde del colapso.
No está todo perdido
En todo el mundo cada vez hay mayor conciencia de los impactos producidos por nuestros hábitos diarios y en concreto por nuestra alimentación. En Europa según el Eurobarómetro especial de 2019 «Seguridad Alimentaria en la UE», los europeos «quieren alimentos de cadenas cortas, frescos y poco procesados».
Si nos fijamos en España una encuesta realizada por la OCU en 2020, nos muestra que el 67% de los encuestados quiere tirar menos comida, el 62% está dispuesto a comprar principalmente frutas y verduras de temporada y un 32% ha reducido el consumo de carne roja por razones medioambientales.
Con esto vemos que la voluntad de cambio existe en la población, pero falta información ya que 6 de cada 10 personas encuestadas no cree que sus hábitos alimentarios tengan un impacto negativo en el medio ambiente.
Como hemos visto, la dieta mediterránea es el perfecto modelo de dieta sostenible, completamente adaptable a las diferentes culturas alimentarias y cocinas de todas las regiones del mundo, en la que la nutrición, la producción local de alimentos, la biodiversidad, la cultura y la sostenibilidad están fuertemente interconectadas.
Es por ello que la dieta mediterránea merece el reconocimiento que le otorga la UNESCO, y es fundamental apostar por su preservación, promoción y transmisión.
Hoy, más que nunca, es urgente revertir esta tendencia a alejarse de las bases de la dieta mediterránea y apostar por unos hábitos alimentarios sostenibles, basados en el respeto por la tierra y el entorno, la gestión sostenible de los recursos naturales, el reconocimiento del trabajo de los productores y las tradiciones, y el consumo de productos locales de temporada, valorando las variedades locales y la biodiversidad.
Referencias
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