La “carnivorización” de la dieta en España es un largo proceso de ascenso y luego de descenso parcial, que ha contribuido de manera importante a grandes cambios en su paisaje y en la huella ecológica de sus habitantes. Sobre un nivel tradicional de consumo muy bajo, en torno a los 20-15 kg por persona y año, y muy centrado en especies como ovejas, cabras y terneras, se pasó en poco tiempo a un consumo máximo de unos 80 kg de carne por persona y año, y este consumo a base principalmente de cerdo y aves. La producción masiva de carne comenzó en España en la década de 1960, creciendo paulatinamente a partir de entonces hasta alcanzar los 130 kg anuales aproximadamente a comienzos de la década de 2000.
Esto no se pudo hacer sin grandes cambios en el sistema agropecuario, que pasó de producir carne de manera marginal, casi como un subproducto de la actividad agrícola, a producirla como actividad central, criando a los animales a base de piensos industriales, lo que a su vez no se pudo hacer sin cultivar o importar gran cantidad de materias primas como el maíz o la soja. La “carnivorización” (y el aumento del consumo de leche) produjeron un fuerte aumento de la huella ecológica, pues se necesita mucho más terreno para producir un kilo de carne que para producir un kilo de verdura o de trigo.
Aunque la cabaña de vacas creció sostenidamente, el animal clave de esta gran transformación resultó ser el cerdo. Los cochinos habían sido criados desde tiempos inmemoriales en los pueblos a razón de unos pocos por familia, pero el nuevo modelo suponía la cría de centenares o millares de animales en grandes instalaciones industriales, y un aporte regular de maíz y piensos. Las importaciones de materias primas para la elaboración de piensos compuestos y concentrados alimentarios para el ganado (maíz, soja, sorgo, etc.) tuvieron un gran crecimiento en la segunda mitad del siglo XX. Buena parte de estas importaciones (70% de las de maíz y soja) procedían de los Estados Unidos, es decir, de su modelo agrícola hiperconcentrado, ultraintensificado y de alto consumo de energía fósil.
Otro cambio espectacular se dio en el girasol, que pasó de 5.000 ha a 790.000 entre 1956 y 1981. El girasol se plantó para (al principio) suplir de grasas a la población, pero terminó abasteciendo al ganado. Contribuyó a la proliferación de alimentos grasos muy baratos.
La cabaña ganadera también cambió drásticamente su composición. Razas rústicas como la Avileña-Negra ibérica, la Asturiana o la Tudanca no tenían nada que hacer en cuanto a productividad en comparación con la Frisona (la vaca lechera por excelencia) o la Charolais, que requerían a cambio un ecosistema artificial: alimentación abundante y segura y una protección de las inclemencias atmosféricas en régimen de estabulación. El derrumbe del consumo de ovejas y cabras fue negativo para la conservación de paisajes tradicionales, como ciertas variedades de tierras de pastoreo.
Los resultados de aplicar a la producción de carne el modelo norteamericano de intensificación fueron entre 1960-1975 que la producción de carne de vacuno se multiplicó por 2,8, la de cerdo por 2,3, y de pollo por 52, mientras que la producción de huevos prácticamente se triplicó. La leche también multiplicó su producción.
El resultado final, en nuestros días, es que en el mercado coexisten dos tipos de carne con un impacto ambiental muy distinto (y probablemente sobre la salud también). La llamada carne low cost se produce en enormes explotaciones con miles de animales, alimentados con una mezcla estándar de pienso industrial y con frecuencia un suministro de dosis masivas de antibióticos y otros medicamentos. Estas explotaciones tienen un impacto sobre la contaminación de las aguas similar a la de una pequeña ciudad. Por otro lado, cuatro o cinco veces más cara, está la carne con denominación de origen, garantía geográfica y/o etiquetado de producción ecológica.
El consumo de carne real por habitante comenzó a descender antes del máximo de producción. Este descenso parece que se está acentuando en los últimos años, lo que sería una buena señal de cara a la reducción del impacto ambiental del sector doméstico. Actualmente el consumo de carne en España está entre 50 y 60 kg al año. Se está planteando muy seriamente reducir el consumo de carne en nuestro país mucho más, siguiendo la tendencia actual, hasta llegar a un nivel “tradicional” de unos 15-20 kg por persona y año, que desde luego sería mucho más sostenible que el actual.